martes, 16 de abril de 2013

Señor del expediente

Estás a la sombra del Señor de la Toga. Conocés los pasillos que corren entre estanterías metálicas cargadas de expedientes fulano contra fulano. Disfrutás de la feria de verano y la de invierno. Te corresponde, lo tenés bien ganado.

Dominás el abracadabra que abre y cierra las puertas de miles de juicios. Toda una vida entre papeles, cosiendo folios, poniendo sobre el calentador eléctrico la pavita para el mate acompañado de bizcochitos.

Aprendiste el truco de hacer desaparecer hojas marcadas. Tu mirada se acostumbró a no ver a los que esperan en los pasillos durante horas. Ninguna miseria humana te falta conocer, sabés cómo hacer humo una carpeta cargada de dolores y reclamos.

Tratás de vos a jueces, abogados, testigos y procesados. Sos el señor del murmullo y los silencios, de las respuestas calladas y el trueque de favores.

Integrás una gran familia cuyos miembros abarcan las más disímiles profesiones. Médicos forenses, expertos en balística, comisarios, inspectores, oficiales de justicia, mediadores, testigos que se muerden las uñas y perejiles que van por la séptima condena.

Nunca sos culpable. No podrías serlo. Sos una de las piezas que hacen funcionar la institución pergeñada para dictaminar la inocencia y la culpabilidad de la gente de la calle. Tu hijo, tu nieto, tu sobrino -como en la dorada Edad Media de los gremios- esperan para ingresar en ese mundo amarillo de papeles carcomidos por la humedad y las mordidas de las ratas. Universo de sombras.

Sos un iniciado en el arcano calendario judicial compuesto de días inhábiles, ferias, plazos perentorios y prórrogas que desconocemos el común de los mortales. Viste desistir a muchos. Viste cómo la desesperanza perfundía las pieles de los viejos que sentían llegar la muerte antes que la sentencia.

Sos el que estampa el sello sobre la firma del Señor de la Toga. El que selló la prisión del procesado por robo -que va a ir preso-, y la libertad del policía -que nunca va a pisar la cárcel- que mató de un disparo en la nuca a un adolescente.

Sabés de juicios eternos, prescripciones silenciosas y cadenas de excusas y subrogancias. Te reís de la mujer vendada que sostiene una balanza. Sos el que maneja las pesas y fuiste el que marcó las que tienen los gramos cambiados. Te piden que seas igual que ella y algo más. Tenés que andar con los ojos vendados y la boca amordazada.

Ahora estás furioso porque el Congreso de la Nación va a tratar un proyecto de reforma. No te oí protestar por los juicios que nunca se terminan, por las condenas sin prisión efectiva a coimeros y corruptos. No alzaste la voz contra los peritos que truchan informes ni contra los forenses que confunden paro cardiorespiratorio con torturas en los calabozos de las comisarías.

Comprendo. La familia no se elige. Uno nace dentro de ella y la tiene que aceptar. Tu familia es la judicial y no podés protestar ni denunciar. Puedo darme cuenta. Funciona como si hubiera un pacto de sangre, ¿no?

miércoles, 10 de abril de 2013

Señor del alambre

Sé que alguna vez estuviste imbuido de buenas intenciones. Cuando eras estudiante, cuando decidiste afiliarte a tu partido, cuando fuiste elegido delegado en aquella fábrica.

Nadie nace traidor ni corrupto ni malintencionado. No me tocó a mí; no creo que le haya tocado a nadie, eso de nacer malnacido. Nos vamos haciendo.

Estoy seguro de que, siendo una chiquilína o un chiquilín, te propusiste ser ingeniero y construir un puente, o ser médico y salvar a alguien de la muerte, o deportista y llegar a campeón de algo, o presidente, cantor famoso, escritor…

Tal vez haya unos pocos que hayan tenido la laya de imaginarse ladrones, coimeros y vivir arrinconados por el desprecio de todos. Me cuesta pensar que esto pueda ser posible.

Tiendo a pensar bien de vos. Pienso que en algún momento se te cruzaron la perfidia y la codicia. Fuiste escalando posiciones y el poder te fue obnubilando. Veías a tu alrededor a un coro genuflexo que se hacía más numeroso a medida que te agrandabas y manejabas más poder.

Había que hacer canales para permitir el drenaje de la planicie pampeana –millones de hectáreas- pero alguien susurró en tu oído que nadie lo vería, que sería mejor contratar un estudio de factibilidad y dedicar el resto del dinero a otra cosa más lucrativa.

Había que dragar los cursos de agua, los arroyos soterrados, hacer reservorios y diques, pero ya estabas lanzado en la campaña electoral del año próximo y no te daba el tiempo. Mejor tapar unos baches y pasar una capita de asfalto en los barrios.
Había que construir mil viviendas pero mejor era construir quinientas al doble de precio y que depositaran una cifra en tu cuenta en otro país. ¿Cloacas? ¿Para qué?

Mientras tanto, tus asesores te mandaban al dentista para mejorar tu sonrisa y te enseñaban a leer los discursos que otros escribían.

Había tanto para hacer, pero todo podía atarse con alambre. En una de esas, la lluvia torrencial del año pasado no se repetiría el presente ni el próximo. Es una cuestión estadística.

Atar con alambre y ensayar las palabras que pronunciarías para echar la culpa sobre los que te precedieron. Iguales, absolutamente iguales, otros señores del alambre.

Entonces llamaste a licitación para comprar más alambre. Millones de kilos de alambre de hierro dulce oxidado que pagaste alegremente a precio de oro.

Te gusta el oro más que el bronce y más que el hierro.

Los cadáveres flotan en el agua, no en tu conciencia, donde la moral también está atada con alambre. Pronto irán bajo tierra y sólo unos pocos los recordarán llorando.

La muerte nos toca a todos, la vida es una, te decís.

Y yo te digo: El alambre oxidado y el oro son para los inmorales. El bronce es para los inmortales.

Claro que habría que volver a fundir muchas de las estatuas erigidas a tipos como vos. Pero eso, no es culpa del bronce.