martes, 17 de enero de 2017

PARTE 2 - La ley del vencedor

“Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas,  y daban  de cabeza con ellas en las peñas.”

Fray Bartolomé de las Casas

La victoria da derechos.
No hay manera de dar vuelta las cosas y hacer como si nada hubiera pasado. Los millones de aborígenes asesinados por las armas y las pestes no pueden volver a la vida. Las toneladas de plata y oro que reactivaron a la exhausta economía de Europa no pueden ser devueltas a América, ni el capital ni los intereses.

No sólo hubo una crueldad física que provoca espanto –los perros cazadores de indios, la tortura, las violaciones y masacres-, además, sumada a ella hubo una crueldad psicológica ejercida por los que venían a evangelizar y a traer la fe cristiana. Prueba de esta afirmación son las imágenes de los llamados “ángeles arcabuceros”. Los sacerdotes católicos hacían tallar imágenes de soldados con armadura y arcabuz en mano con el sorprendente aditamento de dos alas angelicales de gran tamaño que parecían sostenerlos en el aire por obra de una fuerza sobrenatural. Así, la conquista y la muerte -provocada por la magia de la pólvora y el plomo- eran pregonadas como mensaje divino.

¿Cómo volver atrás el tiempo? Tendríamos que volver a los barcos para regresar a España, a Italia, Francia, Polonia, Rusia, China y tantos más y aún con eso, ¿sería suficiente? ¿Deberíamos incendiar los pueblos, arrasar los campos, tomar las criaturas de las tetas de las madres por las piernas y reventar sus cabezas contra las peñas de Europa; destruir nuestros templos y reemplazar sus dioses por Pillán, el dios del trueno? ¿Vaciaríamos las arcas, quitaríamos el oro que recubre los altares, destruiríamos la economía para devolver una parte de lo robado? ¿Cuánto daño habríamos de inferirnos para una debida retaliación? Imposible. Ni siquiera somos capaces de imaginar la devastación, la impotencia, la furia.

Bastaría con cerrar los ojos un momento para ver el fuego, los aceros cortando brazos y cabezas, los niños arrancados de las madres, las pilas de cadáveres comidos por las pústulas de la viruela, los hombres blancos cubiertos de metal pulido rodeados del humo de la pólvora, el ruido, los gritos implorando una piedad que nunca recibieron, los hombres esclavizados marcados por distintas mutilaciones. ¿Quién se atreverá a decir cuál es la reparación debida a los pueblos originarios?

Asumamos que la victoria da derechos. Asumamos que no podremos jamás reparar el daño, restañar las heridas, levantar la sangre derramada en la tierra y devolverla a las venas. Vinimos en los barcos a conquistar un continente virgen y, mal que nos pese, la invasión fue a sangre y fuego y no hay regreso.

Lo que podemos (más allá de los discursos que vociferan nuestros políticos de turno, más allá de las leyes que los legisladores nunca votan, más allá de los jueces y fiscales del sistema), es intentar asegurar un medio de vida razonable para los pocos sobrevivientes de la masacre. Delimitar las reservas y otorgar la escritura de dominio, construir pequeños mataderos artesanales comunitarios (controlados por profesionales) que les permitan vender en blanco y a precio digno la producción, otorgar créditos para planteles óptimos de ganado vacuno o caprino, retirar los templos de religiones impuestas por los conquistadores,  acercar provisiones a precios normales, etc. Agregue usted lo que quiera a la lista.


Hagamos un plan de lo que se pueda hacer, un plan posible. Pronto, los gendarmes van a cargar en sus escopetas cartuchos con postas de plomo; se acabará el tiempo de las palabras.

lunes, 16 de enero de 2017

PARTE 1 - Terminen la conquista, maten a los niños, liquiden la progenie[1]

La conquista continúa. Quedan todavía miles de hectáreas en manos de los pueblos sometidos. Cierto prurito -algún liviano barniz del verso de la igualdad y la fraternidad en libertad-, tiñe aún los discursos y escritos oficiales. Nadie se atreve a pronunciar la frase del acápite porque sería señalado de inmediato como reaccionario, xenófobo y otros etcéteras del mismo pelaje.
La conquista continúa, sí, y nadie mira hacia el lugar donde se materializa el lento e implacable exterminio. Matanza lisa y llana. Matar a los niños y liquidar la progenie desde la raíz para que nunca vuelva a dar frutos el árbol maleado de los aborígenes.
Las reservas, presentadas ante el mundo “sensible” como una gran reivindicación concedida a los pueblos originarios (curioso trueque de terminología para dejar atrás el despectivo: indio), no son más que campos de concentración sin cámaras de gas Zyklon B, ni hornos crematorios. La muerte es peor que en los campos nazis, más lenta y dolorosa, suministrada con cuentagotas a un ser humano sin esperanza, derrotado por los que fueron sus invasores provenientes de las cárceles de Europa, embarcados en Cádiz, con licencia para matar, violar y cargar los sacos a su antojo.
En la cumbre del cerro está el lonko[2]. Una vez elegido ocupa el cargo de representante o apoderado de la propiedad comunitaria de la reserva y comienza a cobrar un sueldo. Este sueldo es parte del veneno que se instila en el alma de sus vecinos. El lonko ahora sigue viviendo igual, trabaja lo mismo que antes pero le pagan todos los meses una buena cifra. Otro elegido es el werken[3], quien se muda a la capital más próxima, tiene oficina, viste traje y corbata y maneja una camioneta nueva provista por el gobierno. De esta manera las dos autoridades de la estructura ancestral son cooptadas por los conquistadores y separadas de su comunidad. Los designados, partir de ese momento serán envidiados, mirados con recelo, acusados de traición.
Mientras tanto, la comunidad, encerrada en límites imprecisos (no hay escritura ni plano de agrimensura) queda a merced del corrimiento progresivo de los alambrados de los terratenientes vecinos que no vacilan si hay que meter bala. No hay almacén ni supermercado, no hay transporte hasta los centros poblados, no hay compradores de lo que producen. Sólo pueden canjear con una o dos camionetas que entran a la reserva y entregan a precios astronómicos lo propio mientras toman a precio vil la producción que, además casi siempre es por pequeñas cantidades y no alcanza lotes óptimos para ser comercializados. Como esta producción no puede entrar en las ciudades porque no está autorizada por el Senasa los pueblos confinados están obligados a vender en negro a los piratas de los cerros.
Otro factor de vital importancia es la consanguinidad. Es difícil salir de las reservas para los jóvenes. No encuentran trabajo, no tienen formación, hablan una media lengua mezcla de la originaria y el castellano, tienen una religión confusa, son apátridas pero el documento declara que son argentinos, etc. Así, terminan compartiendo el suelo con los padres y, obligados, toman como parejas a mujeres y varones de la misma familia.

¡Adelante, liquiden la progenie, lo demás vendrá cuando Dios y la Patria lo dispongan!






[1] Inspirado en la novela de Kenzaburo Oé, Arrancad las semillas, fusilad a los niños.
[2] Lonko, lonco: jefe, cacique elegido por la comunidad.
[3] Werken, huerquén: consejero del cacique y portavoz elegido por la comunidad.