La conquista continúa. Quedan todavía
miles de hectáreas en manos de los pueblos sometidos. Cierto prurito -algún
liviano barniz del verso de la igualdad y la fraternidad en libertad-, tiñe aún
los discursos y escritos oficiales. Nadie se atreve a pronunciar la frase del
acápite porque sería señalado de inmediato como reaccionario, xenófobo y otros
etcéteras del mismo pelaje.
La conquista continúa, sí, y nadie
mira hacia el lugar donde se materializa el lento e implacable exterminio.
Matanza lisa y llana. Matar a los niños y liquidar la progenie desde la raíz
para que nunca vuelva a dar frutos el árbol maleado de los aborígenes.
Las reservas, presentadas ante el
mundo “sensible” como una gran reivindicación concedida a los pueblos
originarios (curioso trueque de terminología para dejar atrás el despectivo:
indio), no son más que campos de concentración sin cámaras de gas Zyklon B, ni
hornos crematorios. La muerte es peor que en los campos nazis, más lenta y
dolorosa, suministrada con cuentagotas a un ser humano sin esperanza, derrotado
por los que fueron sus invasores provenientes de las cárceles de Europa,
embarcados en Cádiz, con licencia para matar, violar y cargar los sacos a su
antojo.
En la cumbre del cerro está el lonko[2].
Una vez elegido ocupa el cargo de representante o apoderado de la propiedad
comunitaria de la reserva y comienza a cobrar un sueldo. Este sueldo es parte
del veneno que se instila en el alma de sus vecinos. El lonko ahora sigue
viviendo igual, trabaja lo mismo que antes pero le pagan todos los meses una
buena cifra. Otro elegido es el werken[3],
quien se muda a la capital más próxima, tiene oficina, viste traje y corbata y
maneja una camioneta nueva provista por el gobierno. De esta manera las dos
autoridades de la estructura ancestral son cooptadas por los conquistadores y
separadas de su comunidad. Los designados, partir de ese momento serán
envidiados, mirados con recelo, acusados de traición.
Mientras tanto, la comunidad,
encerrada en límites imprecisos (no hay escritura ni plano de agrimensura)
queda a merced del corrimiento progresivo de los alambrados de los
terratenientes vecinos que no vacilan si hay que meter bala. No hay almacén ni
supermercado, no hay transporte hasta los centros poblados, no hay compradores
de lo que producen. Sólo pueden canjear con una o dos camionetas que entran a
la reserva y entregan a precios astronómicos lo propio mientras toman a precio
vil la producción que, además casi siempre es por pequeñas cantidades y no alcanza
lotes óptimos para ser comercializados. Como esta producción no puede entrar en
las ciudades porque no está autorizada por el Senasa los pueblos confinados
están obligados a vender en negro a los piratas de los cerros.
Otro factor de vital importancia es
la consanguinidad. Es difícil salir de las reservas para los jóvenes. No
encuentran trabajo, no tienen formación, hablan una media lengua mezcla de la
originaria y el castellano, tienen una religión confusa, son apátridas pero el
documento declara que son argentinos, etc. Así, terminan compartiendo el suelo
con los padres y, obligados, toman como parejas a mujeres y varones de la misma
familia.
¡Adelante, liquiden la progenie, lo
demás vendrá cuando Dios y la Patria lo dispongan!
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