martes, 21 de mayo de 2013

Señor de la risa


Cruzo la plaza. El sol calienta con avaricia después de varios días grises. Un señor ríe a carcajadas. Y contagia.
Veo una pareja de jóvenes abrazados, cuerpos fusionados, besos y caricias a plena luz. No sé si son dos chicas o dos chicos o uno y uno. Se aman, ¿qué más?
Un muchacho de pelo largo con rastas toca una guitarra.
Un par de muchachas recostadas sobre el césped toman unos mates. Picnic del asfalto. La radio suena todo volumen. La máquina de hacer pájaros.
Un negro retinto, tal vez de Senegal, muestra los destellos de anillos, pulseras y relojes. Oro, plata, zafiros y esmeraldas a diez pesos.
En un banco un hombre lee, en otro, dos, juegan una partida de ajedrez.
Más allá, un grupo numeroso. Conversan, gesticulan, ríen. Son jóvenes y se divierten, están juntos, van por el parque, por la vida.
Un viejo, puede que con algunos años menos que yo, vende libros usados. Martín Fierro, Así habló Zaratustra, Diarios de motocicleta, Los tigres de la Malasia, Mi lucha, Un loto para Miss Quon, Rayuela y otros, mezcla rara, delirante.
Pasa un taxi. Oigo unos pocos compases de Cambalache cantado por Serrat. Siento ganas de soltar mi risa, una larga y rotunda carcajada.
Entonces, descubro remeras con la cara del Che, otras con la A de anarquía, unas que muestran Miami o La Habana y diez más que no sé ni lo que rezan.
No puedo dejar de pensar en lo maravilloso de la libertad. Que nadie venga a decirte cómo tiene que estar de corto tu pelo o hasta dónde debe cubrir tu pollera o a quién podés besar ni cuántos pueden andar juntos por la calle.
Quiero leer todos los libros y escuchar todas las canciones. Un segundo, un flash. Y todo, gracias al Señor de la risa.

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