domingo, 26 de mayo de 2013

Señor de enfrente


Te veo en la otra vereda. Supongo que vos me ves a mí. Nos vemos.
Nada nos diferencia. Tu sangre no es amarilla, la mía no es verde. Puede que a mí me sobre un hígado, puede que a vos te sobre un corazón.
No son diferencias sustanciales. Tal vez tu cerebro esté más desarrollado que el mío. Diez, veinte o cien millones de neuronas no constituyen una cifra importante entre cien mil millones.
Quizá leíste una cantidad mayor de libros o domines fórmulas matemáticas que yo ignoro, habrás aprendido acontecimientos históricos que desconozco. Desde aquí, desde esta vereda no lo percibo como una diferencia mayúscula.
De tu lado, no podés saber qué gama de colores distingo, qué tenue y sutil matiz advierto en el rojo de la flor de un ceibo. Nunca podrías adivinar qué cantidad de amaneceres contemplé, qué ríos navegué, que estrellas interrogué en mis noches de desesperanza o qué promesa murmuré una tarde de verano.
Me detengo a pensar. Es probable que seas una mala persona, que no desees el bien para tus congéneres, que te provoque placer hacer un daño… Otra posibilidad es que seas bueno, honesto, solidario. Estarás preguntándote lo mismo de mí.
Conozco tus miedos. La enfermedad, el dolor, la muerte, el desamparo. No sé si hay alguien que no cargue en sus entrañas estos miedos que nos vienen desde el fondo de los tiempos.
Nos separan unos pocos pasos. Nada, diría, si cada uno avanza en dirección al otro.
¿Hablaremos idiomas diferentes? La mano tendida, la sonrisa, el llanto y la caricia son comunes a todos los seres humanos. También el gesto adusto y el puño amenazante. Hasta los insectos tienen un lenguaje corporal que les permite cierto entendimiento.
¿Tenemos distintas edades? El viejo empuja el cochecito del biznieto, lo lleva de paseo y afirma en él su paso vacilante.
¿Entonces…?

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